miércoles, 24 de noviembre de 2010

¡Cuidado marinero, si naufragas,
cerca de la prodigiosa Circe!
Ella no buscará tus tesoros ni tu barco,
sino la bestia que hará en tí.
Hoy, Odiseo de las arriesgadas singladuras,
los encantamientos de la Maga no tienen retorno.
Ya no hay hombres libres.
¿Qué te ocurre, qué tienes, qué pasa, Safo de Lesbos?
¿Te desasosiega el baño de espuma entre los lívidos muslos?
–Ante la mirada sorprendida de tus compañeras,
se arrastra tu alba piel entre las dolorosas arenas de conchilla,
que el mar desmiga de los altos roques–.
¿El desesperado castigo, que arruina tu cuerpo,
sacrifica una promesa a la crueldad del incivil amor?
No. La maldad de la diosa te ha poseído. Ya estás muerta.
La hispana inquisición le quemó en efigie.
Calvino le tuvo peor sangre.
¿Lo habéis copiado, inefable audiencia?
La intolerancia del reformador protestante
era casi comprensible.
Miguel Servet era abnegado médico,
indomable descubridor,
un poco bocazas y pésimo teólogo.
¡Tres hurras, por el mártir aragonés!
Estremece pensar, Galileo de los Galilei,
que la buena vida nos hace comprensivos.
–¿Quizá más débiles?
No quiero darte la vara,
pero tu forzado retracto
y la tozudez inquisitorial del papado
no han podido ocultar la verdad:
–“Eppur si muove!”, (que dicen que dijiste).
Hoy, lo cosmogónico continúa.
Pero tambien lo otro...
Escapaste hacia y, después,
del egocentrismo de Calvino.
Así, la traidora Venecia pudo entregarte
a la tortura del centrípeto Clemente VIII.
Con tu verdad diste y das la espalda,
inefable exdominico,
al Circo Vaticano y su pomposa Cúpula.
Tu, Giordano Bruno,
de la Europa de los mártires.